¡Feliz Jalowin!

¡Feliz festividad de los muettos vivienetes, amigos y amigas mías! ¿Cómo celebrar el Jalowin? Pues… Mmm… ¡cómo se celebra en todos los blogs! ¿¡Querían acaso al renovador del blog en España!? ¡Maldita sea, yo no soy esa! Oh, perdón, quería decir “ese”. ¡Disfrutan del “Esto es Halloween” de la película “Pesadilla antes de Navidad”! ¡Aquel que tiene un blog y en Jalowin no ha puesto este video, no es blogger ni es ná! ¡Disfruten!


~ sábado, 31 de octubre de 2009 0 comentarios

Fun with pork

Me encanta esta animación. La vi hace tiempo y hoy vuelve a encontrarse en mi vida gracias a la magia de… eh… algo. Es pegadiza, super-tontorrona y ¿ya he dicho que me encanta? Pues eso. Quizás a lo mejor a algunos vegetarianos les dé algo de asco. Yo estoy pensando en dos o tres personas que en cuantito la vean crean grupo en el Feisbuk, la ponen en sus favoritos y crean una iglesia alrededor de ella. O quizás no, que será lo más probable. ¡Disfruten!


~ domingo, 25 de octubre de 2009 0 comentarios

Escribir por escribir 3

He comentado ya en este blog cuán aburridas son las clases de Lingüística de mi carrera. Tan aburridas que hace una semana me dieron pie a dibujar una página entera y tan aburridas que hoy han hecho que me ponga a escribir por escribir. Hora y media para llegar a un texto chorra, muy chorra, que les traigo hoy. Lo acabo de copiar enterito de mi cuaderno y es bastante largo así que luego no digan que no hago nada por ustedes. ¡Ahí lo tienen! ¡Disfrútenlo! O no.

Alguien un día se puso a escribir. Escribir por escribir. Escribir por aburrimiento. Por tener algo que hacer. No sabía sobre qué escribir o lo que saldría de allí. Solo quería escribir.

Ese sentimiento no le era extraño a este alguien. Lo había hecho otras veces en su casa. Sí, podría pensarse que este alguien era un tipo aburrido. Quizás sí, quizás no. Él no lo sabía. No lo podía saber. El “ser aburrido”no es algo que uno supiera sin ayuda de terceras personas. Y en aquel momento ese alguien no podía preguntarselo a nadie. No podía hablar. ¿O realmente más que no poder no quería hablar? Porque tenía la capacidad de hablar. Movió la boca mientras articulaba un “Puedo hablar, ¿no?”. Sí, podía. Otra cosa es que en la situación en la que se encontraba en un contexto socialmente aceptado hablar estaba mal visto.

Una figura de autoridad hablaba sobre temas lingüísticos. Ese alguien estaba sentado más o menos frente a él, escuchando. O haciendo cómo si escuchara porque ya hemos dicho que estaba escribiendo. Alrededor de él personas. Quizás no tantas como se podría presuponer pero un número suficientemente alto como para no sentirse solo. Unos estaban escuchando. Los menos. Otros hablaban en bajito con su compañero. Otros literalmente estaban cayendo en los brazos de Morfeo. “Caer en los brazos de Morfeo” entiendase como una versión poética del dormir. Morfeo no estaba en aquella clase y, por supuesto, nadie cayó en sus brazos.

¡Cuánto daño ha hecho “Matrix” al mundo de las expresiones! Porque ese alguien cuando puso la expresión “caer en los brazos de Morfeo” no pensó en el dios griego-quizás-romano Morfeo. Pensó en el negro calvito rey-del-universo que sale en la película que puso más arriba. ¡Qué buena!, ¿verdad? Filosófica y todo. Ese alguien recuerda que Matrix fue su primera incursión en esto de la filosofia. O lo hubiese hecho si él hubiese sido un crio dado a pensar. Pero no lo era. A ver… No es que fuera tonto ni nada parecido. Pero reflexionar sobre el futuro de la vida… Él era más (y así lo recordaba) de ver pasar la vida, de pillar su videoconsola por banda y solo reflexionar cuándo el juego te lo exigía. Que no eran pocas veces, por cierto.

Porque mira que los desarrolladores de videojuegos se empeñaban en hacerle pensar, ¿eh? Siempre odió ese puzzle deslizante de nueve piezas en el que no se podían sacar las piezas. Pues era el puzzle que más poblaba en aquellos juegos. Si no fuese por internet o por la pura suerte, jamás se hubiese pasado determinados

La campana suena. A su alrededor la gente empieza a levantarse. Ese alguien deja de escribir para irse. La hora y media escribiendo ha servido para algo. O quizás no. Sí, es posible que no haya servido para nada. Pero eso a él le da igual. Nadie le puede quitar que estuvo entretenido.

¿Qué les ha parecido? ¡Nos vemos another day!

PD: Estoy pensando en que voy a crear una categoria solamente para este tipo de entradas. Se están convirtiendo en algo más que la norma.


~ viernes, 23 de octubre de 2009 0 comentarios

“El barril del amontillado” de Edgar Allan Poe

Estamos viendo en clase de “Relato breve en Norteamérica” este relato breve (valga la redundancia) y nos dice la profesora que es una parábola acerca de la venganza como emoción humana. Yo lo veo más bien parábola sobre lo dañino de la vanidad. Ustedes… ustedes probablemente no leerán el relato, que les dejo aquí debajo. Bueno, la intención es lo que cuenta, creo.

Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.

Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.

Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.

Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.

-Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.

-¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!

-Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.

-¡Amontillado!

-Tengo mis dudas.

-¡Amontillado!

-Y he de pagarlo.

-¡Amontillado!

-Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...

-Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.

-Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.

-Vamos, vamos allá.

-¿Adónde?

-A sus bodegas.

-No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...

-No tengo ningún compromiso. Vamos.

-No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.

-A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.

Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.

Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.

El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.

-¿Y el barril? -preguntó.

-Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.

Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.

-¿Salitre? -me preguntó, por fin.

-Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?

-¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!

A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.

-No es nada -dijo por último.

-Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...

-Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.

-Verdad, verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.

Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.

-Beba -le dije, ofreciéndole el vino.

Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron.

-Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.

-Y yo, por la larga vida de usted.

De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.

-Esas cuevas -me dijo- son muy vastas.

-Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.

-He olvidado cuáles eran sus armas.

-Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.

-¡Muy bien! -dijo.

Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.

-El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...

-No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.

Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.

Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.

-¿No comprende usted? -preguntó.

-No -le contesté.

-Entonces, ¿no es usted de la hermandad?

-¿Cómo?

-¿No pertenece usted a la masonería?

-Sí, sí -dije-; sí, sí.

-¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?

-Un masón -repliqué.

-A ver, un signo -dijo.

-Éste -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.

-Usted bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por el amontillado.

-Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.

Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.

Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.

En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.

-Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...

-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.

En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.

-Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.

-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.

-Cierto -repliqué-, el amontillado.

Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.

Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.

Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.

Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:

-¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!

-El amontillado -dije.

-¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.

-Sí -dije-; vámonos ya.

-¡Por el amor de Dios, Montresor!

-Sí -dije-; por el amor de Dios.

En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:

-¡Fortunato!

No hubo respuesta, y volví a llamar.

-¡Fortunato!

Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!


~ lunes, 19 de octubre de 2009 1 comentarios

Una webcam, la familia de Humboldt y un “Volvemos enseguida”

Esto lo hice el Jueves pasado en clase de Lingüística, en dónde el calor aprieta y el profesor hace más acusado el efecto “dormidina”. Hablaba, no me acuerdo por qué, de cómo Humboldt el científico tenía un hermano lingüista llamado tambien Humboldt y de que según él todos los que hablaban alemán eran alemanes. Huelga decir que el aplauso instantaneo que siguió a esta afirmación (Talmente épica) fue… pues eso, épico.

(Para los que tengan problemas de vista, pueden verlo en grande tal que aquí. No hay de qué.)


~ domingo, 18 de octubre de 2009 1 comentarios

Day Break (Atrapado en el tiempo)

Si ayer mismo estuve filosofando sobre las elecciones y las consecuencias de dichas acciones, probablemente parte de la culpa la tenga esta serie que recién acabo de terminar de ver hoy mismo.

La historia sigue al agente de narcóticos Brett Hopper, al que han acusado de un asesinato que no cometió. Su deber es descubrir quién quiere cargarle el muerto y por qué. ¿La novedad? Que el día de su arresto Hopper lo vive una y otra vez. Lo único que permanece al repetir cada día es él, tanto su cuerpo (y las heridas que haya recibido, claro) como su mente. Poco a poco irá desentrañando el misterio, avanzando cada nuevo día más y más en la trama y descubriendo que cada día cambia dependiendo de las decisiones que tome.

La serie sólo tiene una temporada de trece episodios pero está bien cerrada. No sé… he visto series que dejan la trama abierta a una segunda temporada y al final no consiguen la renovación y se quedan incompletas. Al menos con Day Break los creadores tuvieron el cuidado de cerrar todas las tramas abiertas (supongo que porque ya lo sabían. Sólo echaron 7 episodios por televisión. Los demás fueron pasto de internet en la web oficial de la cadena). Al principio es una serie que engancha, por el medio tiene los capítulos un poco más aburridos y al final, pese a un pequeño bajón cuándo parece que ya se ha descubierto al asesino y no hay nada más que contar, se despide con un gran broche final que nos deja con muy buen sabor de boca.

¡Nada más! ¡Nos vemos another day y tal! ¡Adios!


~ jueves, 1 de octubre de 2009 0 comentarios